Tom Petty estaba a 20 días de cumplir 67 años.
En algún momento de la mañana del lunes 2 de octubre pasado lo encontraron en el piso de su casa en Malibú, inconsciente. Había sufrido un paro cardíaco. Los reportes anunciaron su muerte en pocas horas, minutos después se corrigió la información: Petty estaba mal, muy mal, pero estaba vivo. Lo habían desconectado de los equipos que lo mantenían con vida y para las 20:40, rodeado de sus hijas, su esposa, otros familiares y sus hermanos de The Heartbreakers, murió.
El mundo se puso un poco más triste.
Solo alcanzó a vivir un año de tercera edad. Y eso fue suficiente. Compuso ‘It’s good to be King’, para el disco Wildflowers, de 1994. Fue el sombrerero loco para el video ‘Don’t come around here no more’. Fue amigo de Bob Dylan, de George Harrison, de Ringo, de Faye Dunaway… Hizo de él mismo, sin dar su nombre, en una escena de The Postman, esa película sobre un futuro postapocalíptico, que hiciera Kevin Costner en 1997… Fue uno de los Travelling Wilburys, ese súper grupo que tuvo en sus líneas a George Harrison, Roy Orbison, Bob Dylan y Jeff Lynne.
Fue muchas cosas y tiene un lugar privilegiado en el panteón del rock and roll.
Pero un lugar que no está en el tope.
Tom Petty no es Bowie, no es Lennon, no es Elvis, ni Chuck Berry o Cobain.
Petty siempre estuvo en segunda línea. Y eso no es mirarlo con desprecio. En realidad, ahí radica su poder. Tom Petty no tenía nada más que ofrecer que ser él mismo: ese tipo rubio, flaco, de nariz diseñada con escuadra, blanco hasta casi confundirse con un albino, un Johnny Winter de Florida. Era ese amante del blues, del rock, del country, de canciones con tres y hasta cuatro acordes; ese tipo capaz de contar historias sencillas, hasta ingenuas, que consiguió llegar a su madurez con tantas herramientas que se podía hacer pasar por otras personas y contar sobre sus alegrías y dolores. Ese poder empático lo hizo ser uno de los nuestros, no quiso subir tan alto, no era un requisito para su obra.
En un segundo plano también se puede ser grande. Ser el tipo que iba por la vida sin pretensiones, sin escándalos, como alguien más. La barrera y distancia entre Petty y sus fanáticos era un velo fácilmente traspasable.
Era uno más, el amigo que podía sacar la guitarra en medio de la reunión y cantar ‘Echo’ por siete minutos.
Podía burlarse de sí mismo, como cuando apareció en el capítulo de Los Simpson en el que apareció como docente de un campamento de rock and roll junto a Mick Jagger, Keith Richards, Brian Setzer, Elvis Costello y Lenny Kravitz. Y fue la voz de Lucky Kleinschmidt, un personaje recurrente de la serie animada King of the Hill (Los Reyes de la Colina), en la que estuvo por cinco años.
Tom Petty no necesitó más, tampoco lo buscó. Su estrellato no es el de esas estrellas que cuando mueren se consumen a sí mismas y crean agujeros negros que se lo tragan todo. Su estrellato es del tipo que uno da por hecho, que necesita solo canciones, proyectos, una continuidad en su propia ley, una presencia que puede ser intermitente o desconocida (¿alguien, aparte de los fanáticos desesperados, ha escuchado los últimos cinco discos que editó?). Había en él un nulo deseo de vencerse, una firme conciencia de seguir haciendo lo que se sabe hacer, sin alterar la fórmula para generar otros escenarios. Quizás lo de Petty fue un riesgo mínimo y eso no importa. Ese escaso coraje dio por resultado una carrera maravillosa, con canciones que se van a cantar hasta el final de los tiempos.
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Thomas Earl Petty tenía casi 11 años cuando su tío lo llevó a conocer a Elvis Presley en el rodaje de una de sus películas. El pequeño lo vio de lejos y se convirtió en su fanático de inmediato. Pero esa señal que le diría qué hacer vendría en la forma de cuatro músicos de Liverpool, que aparecieron en la pantalla del televisor familiar, en Gainesville, Florida. The Beatles en el Ed Sullivan Show le cambiaron la vida y lo supo ese 9 de febrero de 1964: lo suyo debía ser la música.
De ahí el clásico régimen de músico de rock: padre enojado porque lo suyo no eran los deportes sino esas cosas que consideraba amaneradas; dejar el colegio antes de graduarse y dedicarse a buscar el camino en esos espacios que iban a ser de él.
Su primera banda se llamó Mudcrutch, ahí era bajista y cantaba. Era 1975 y en ese grupo conoció a Mike Campbell y Benmont Tench (guitarrista y tecladista, respectivamente) con quienes, un par de años más tarde, armaría Tom Petty and the Heartbreakers. En 1979, con su tercer disco, el grupo explotó. Damn the Torpedoes es considerado uno de los álbumes clásicos del rock, con ventas que superan los tres millones de ejemplares.
Ya en el panorama de los músicos que había que tomar en cuenta, Tom Petty no dejaba de ser esa figura extraña. En su trabajo no había experimentación. La clásica alineación digna del rock —guitarras, bajo, batería y piano— era el mecanismo para desarrollar sus canciones. Nada de cambios, sino de un juego constante con los mismos recursos. Si no estabas arriba, por encima de nadie, solo quedaba hacer lo tuyo, lo de siempre.
Pero luego llegó una invitación que le cambió la vida y los planes.
Y su sonido.
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Una semana antes de morir había dado su último concierto, el show final de la gira por los cuarenta años de los Heartbreakers. Quienes iban a sus conciertos sabían lo que iba a pasar: el frontman de buen humor (cuando quería), que era capaz de hacerte reír o no decir nada; que pasaba de una canción a otra, que tocaba sus éxitos, que le daba a la gente lo que quería, sin pirotecnia, sin bailarines, sin nada que no sea rock and roll en dirección a tu cara. El 25 de septiembre pasado, la banda se presentó en el mítico Hollywood Bowl. Al finalizar, en la parte del encore, Petty y sus secuaces tocaron ‘You wreck me’ y ‘American Girl’, esta de su primer disco.
—Quiero agradecerles por estar aquí — les dijo por el micrófono.
—¡Gracias a ti, Tom! —le gritó alguien desde el público. Él no lo escuchó.
—¡Quiero agradecerles por 40 años de pasarla muy bien!
Y más gritos.
La última canción en vivo, la última vez que la cantó. Dicen que entonó ‘American Girl’ en escenarios un poco más de 700 ocasiones y eso puede ser cierto. En el video se ve a Petty ir de un lado al otro del escenario, acercarse a la gente con su guitarra Fender en lo alto, dar la vuelta y sonreírle al baterista Steve Ferrone.
Al final del concierto, Petty acercó su guitarra a los amplificadores y la soltó. Todo se había acabado. No saltó porque quizás ya no hacía falta que saltara. Cuando la música terminó y los Heartbreakers se reunieron adelante, se abrazaron e hicieron una venia.
—¡Muchísimas gracias! ¡Muchísimas gracias! ¡Dios los bendiga! ¡Buenas noches! —fueron las últimas palabras a su público, nada trascendental, la despedida genérica, del rockero de segunda línea.
La gira había sido fabulosa y es muy probable que el resto de su banda se quede con ese recuerdo. Días después de su muerte, la revista Rolling Stone publicó la última entrevista que le hiciera, en el marco de esos conciertos. Petty dijo: «Realmente he disfrutado estar en el escenario en esta gira. No sé exactamente por qué, pero ha sido muy divertida, ¿sabes? Este es un grupo de músicos extraordinarios. Es extraño. No creo que nunca eso haya estado en nuestras cabezas antes —lo de disfrutar— pero, en estos días, se siente así».
La conciencia de final siempre se puede encontrar en las últimas declaraciones.
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El nuevo aire en la música de Petty se dio por casualidad, porque un amigo había tenido una idea.
Uno de los lujos que tuvo Petty fueron sus amigos, los artistas a los que creció escuchando lo hicieron parte de su círculo. Solía bromear todo el tiempo, sin importar la circunstancia. Cuando George Harrison fue atacado en su casa por un fanático con problemas mentales, en 1999, y su esposa Olivia dejó inconsciente al intruso —luego de romperle una lámpara en la cabeza—, Petty le envió una tarjeta de recuperación con la pregunta: «¿No estás encantado por haberte casado con una mexicana?». No hay ninguna bronca conocida en la vida de Tom Petty, más allá de sus líos judiciales para ganar el control creativo de sus grabaciones y el destino de sus canciones, que en alguna ocasión lo dejaron en bancarrota.
En febrero de 1988, George Harrison estaba con su productor, el músico Jeff Lynne, en Estados Unidos y decidió aceptar la invitación de Bob Dylan para ir a grabar a su estudio. Harrison necesitaba tener lista una canción para lanzarla junto con el single ‘This is love’, así que, entre las curiosidades de esa sesión estaba que Harrison le había pedido a Roy Orbison (a quien conoció en la época en que The Beatles tocaron en Hamburgo) que lo acompañara y que fuera parte de la canción.
Días antes, por alguna razón que no se ha aclarado y —ahora que todos los implicados están muertos, tal vez no se lo hará nunca—, Harrison había dejado su guitarra en casa de Tom Petty. Pasó a verla. Le contó sobre lo que iban a hacer y lanzó la pregunta más inofensiva del mundo:
—¿Quieres venir?
Y fue.
Comieron juntos, le pusieron letra a una composición de George y esa canción dio origen a un proyecto y dos discos. Trabajaron juntos en otros temas, terminaron las canciones incompletas de los demás y las grabaron en menos de nueve días, en mayo de 1988.
The Travelling Wilburys fue esa fuerza de la naturaleza con la que estos músicos famosos decidieron ponerse seudónimos y ser estos ‘Wilburys’ para poder dejar de ser ellos y no tomárselo demasiado en serio. Petty se convirtió en Charlie T. Wilbury Jr, en el primer disco, y fue Muddy Wilbury en el segundo y último que lanzaron. Fue fabuloso mientras duró. Tomó las riendas del bajo y de la composición. Y cantó en la mágica ‘Last night’, con Orbison.
Ese impacto fue suficiente para renovar la figura de Petty cuando una nueva generación de músicos estaba a punto de explotar en los noventa. De la mano de Jeff Lynne, produjo varios discos que resultaron ser exitosos y que lo llevaron arriba, con una conciencia de cambio. La música respetaba la instrumentación de antes, pero había algo distinto. Era una estrella de rock que podía cambiar los tonos, las dinámicas de sus canciones e intentar otros registros. ‘Free falling’ y ‘I won’t back down’ fueron dos de esos nuevos éxitos que lo convirtieron en objeto de consumo de adolescentes que lo empezaron a aceptar como un músico necesario para ellos.
Luego, con la convicción de actor que sabe lo que hace, hizo de empleado en una morgue en el video de ‘Mary Jane’s Last Dance’, en el que se enamoraba de una muerta Kim Basinger, la vestía de novia y la sacaba a una cita. El rock de un cuarentón con gotas de necrofilia en el medio.
Petty subía y bajaba, no era importante estar arriba de la ola todo el tiempo. Tocó en 1994 con Dave Grohl en la batería, en Saturday Night Live. Y ese año lanzó su disco Wildflowers, que le dio al mundo probablemente su mejor grupo de composiciones. Ese quizás deba ser el álbum por el que debamos recordarlo.
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Tom Petty fue el tipo en el que piensas siempre en función de alguien más. Incluso cuando se trata de sus canciones.
No se puede pensar en Petty sin pensar en Mike Campbell, su lado B en The Heartbreakers.
No hay Petty sin los Wilburys. Sin los actores famosos en sus videos. Sin los músicos en su banda.
Petty no existiría sin esa voz frágil y ese tono grave al hablar.
Petty como el hippie flower power que se cruzó con el new wave al inicio. No es el gran compositor americano, no fue el músico que no podía caminar por la calle porque la gente lo rodeaba, no es que su guitarra Rickenbacker signature model sea la más buscada por guitarristas en todo el mundo.
Era ese tipo cualquiera, que iba por la vida como si fuese tu tío de barba y de pelo platinado que hablaba contigo de lo que sea.
No hay estrellato posible en Tom Petty. Y eso es mejor. Estar en segunda línea lo vuelve nuestro working class hero; ese tipo como nosotros.
«La gente se me acerca a menudo. Quieren saludarme o lo que sea. Nada de eso me molesta, la verdad. (…) Mucha gente me dice, oh, nos casamos mientras sonaba ‘Here comes my girl’, o cosas así. Eso es realmente hermoso. Me siento tan bendecido. Realmente lo entiendo, y pienso más en eso ahora que antes, porque algo extraordinario ha pasado aquí», dijo a Rolling Stone semanas antes de morir.
Eso extraordinario fue él. Tom Petty y su música, lo mejor siempre en segundo plano.